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viernes, 29 de mayo de 2020

La leyenda de Inés de Castro

Si hay una historia de amor que ha marcado la historia de Portugal, es sin duda la del amor prohibido entre el infante Pedro e Inês de Castro, dama de compañía de su esposa, D. Constança Manuel. A pesar de su casamiento, el Infante tenía encuentros románticos con Inês en los jardines de la Quinta das Lágrimas. Tras la muerte de D. Constança en 1345, D. Pedro vivió maritalmente con Inês, lo que acabó por enfrentarlo con su padre, el rey D. Afonso IV, que condenaba vehementemente la relación, y provocó una fuerte reprobación de la corte y del pueblo.

Durante años, Pedro e Inés vivieron en los Paços de Santa Clara, en Coimbra, con sus tres hijos. Pero la censura creciente a la unión por parte de la corte presionaba constantemente a D. Afonso IV, que finalmente ordenó asesinar a Inés de Castro en enero de 1355. Loco de dolor, Pedro lideró una rebelión contra el rey, sin perdonar nunca el asesinato de su amada. Cuando finalmente subió al trono en 1357, D. Pedro ordenó capturar y matar a los asesinos de Inés, arrancándoles el corazón, lo que le valió el apodo de «el Cruel».

Inés de Castro, la gallega reina cadáver de Portugal


La historia de una gallega que se convirtió en reina después de muerta, y de una historia de amor que habría cambiado la Historia
 Hace más de 650 años se produjo un episodio en la historia que conmocionó al mundo. Una noble gallega, de nombre Inés de Castro, fue coronada reina después de muerta. Entre la historia y la leyenda se encuentra este relato en el que se mezclan el amor, el poder, la traición, la muerte y el deshonor. Un relato en el que el rey de Portugal, Pedro I, desenterró a su amada para que los nobles que le habían traicionado besaran su mano y rindieran pleitesía a su esposa, la Reina cadáver. Ésta es la historia de un rey que amó a su reina más allá de la muerte y que convirtió a una gallega en la única reina póstuma del mundo.
.Inés era hija natural. Nada se sabe sobre sus primeros años; se supone que debió ser educada en Galicia, en el palacio de don Juan Manuel, duque de Peñafiel y marqués de Villena, pues parece probado que vivió con Constanza Manuel, hija del duque y prima suya, la cual, después de haberse negado varias veces a contraer matrimonio, decidió casarse con Pedro, infante de Portugal y posteriormente rey.
Las dos jóvenes abandonaron la corte de Peñafiel en 1340, e Inés residió en Lisboa o Coímbra en calidad de dama parente, y añade la tradición que, en el instante de su llegada a la corte de Alfonso IV de Portugal, excitó una viva pasión en el corazón del infante heredero Pedro.
Inés de Castro, amada apasionadamente por el heredero del trono portugués, y viviendo la esposa legítima de este, era de muy noble estirpe para tomar ostensiblemente el título de amante real del infante; pero lo cierto es que los amores de Inés y de Pedro excitaron la pasión de los celos en Constanza, la cual murió a consecuencia del parto del futuro heredero, Fernando, el 13 de noviembre de 1345. A partir de esta época los lazos que se habían formado entre Inés y el infante tomaron un carácter muy distinto del que habían tenido durante la vida de Constanza.


Terrible fue la venganza de Pedro cuando fue coronado rey. La leyenda admitida por la tradición, pero no probada por la historia, cuenta que el rey Pedro tomó el cadáver de Inés —en estado de descomposición avanzada— y lo colocó en el trono obligando a su corte y a todos los allí presentes a que le rindieran los honores debidos de reina.




LETRA DE LA CANCIÓN

Doña Constanza salió
de España para Coimbra.
Doña Inés la acompañaba,
su mejor dama y amiga.

Don Pedro salió al encuentro
con su corte a recibirlas
y de Inés quedó prendado;
nunca vio mujer tan linda.

Doña Constanza de pena,
por el rey se moría
y el rey por Doña Inés,
daba su alma y su vida.

Doña Constanza murió
y Portugal que sabía,
la pena que la mató,
la muerte de Inés de Castro,
el pueblo entero pidió.

La condenaron a muerte;
la condena se cumplió,
y al rey Don Pedro dejaron,
viviendo sin corazón,
viviendo sin corazón.

Reina para Portugal,
el pueblo a voces pedía,
y el rey busca la venganza,
del amor que fue su vida.

Le consumía la pena,
no tuvo noche, ni día
y sin descanso buscaba
a quien le quitó la vida.

Y por fin Inés vengada,
en el Palacio Real;
fue proclamada la reina
del reino de Portugal.

Doña Constanza murió
y Portugal que sabía,
la pena que la mató,
la muerte de Inés de Castro,
el pueblo entero pidió.

La condenaron a muerte;
la condena se cumplió,
y al rey Don Pedro dejaron,
viviendo sin corazón,
viviendo sin corazón.

(Esta canción me la se desde muy pequeña pues mi madre solía cantarla mucho y a mi me fascinaba la historia de esa reina cadáver)

martes, 12 de mayo de 2020

El deshollinador y la pastorcilla (Hans Christian Andersen )

  Este cuento lo dedico a Ceciely del blog DULCINEAS, espero que sea el que quería

  ¿Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!        

    Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!
    He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.
    A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» le había hecho de la mano de la pastora.
-Tendrás un marido -dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la «Sargentamayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!
-¡No quiero entrar en el oscuro armario! -protestó la pastorcilla-. He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana.
-En este caso, tú serás la duodécima -replicó el chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy chino!
E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.
La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana.
-Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir.
-Yo quiero todo lo que tú quieras –le respondió el mocito-. Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo.
-¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos.
Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; se sirvió de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino:
-¡Se escapan, se escapan!
Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana.
    Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.
-¡No puedo resistirlo! -exclamó-. ¡Tengo que salir del cajón!
Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza.
-¡Que viene el viejo chino! -gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.
-Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-. ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
-No serviría de nada -respondió ella-. Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo.
-¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? -preguntó el deshollinador-. ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
-Sí -afirmó ella.
El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:
-Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo.
Y la condujo a la puerta del horno.
-¡Qué oscuridad! -exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.
-Estamos ahora en la chimenea –le explicó él-. Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas.
Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.
Encima de ellos se extendía el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.
– ¡Es demasiado! -exclamó-. No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.
El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura.
Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable.
    Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y… ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto con aire pensativo.
-¡Horrible! -exclamó la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! -y se retorcía las manos.
-Aún es posible pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables.
-¿Crees? -preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
-Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el deshollinador-. Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas.
-¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! -observó la muchacha-. ¿Costará muy caro?
Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.
-Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-dechivo»-. Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?
El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.

miércoles, 6 de mayo de 2020

El soldadito, la bailarina y el destino (Hans Christian Andersen)




En el día de su cumpleaños, un niño recibe una caja de veinticinco soldaditos de plomo. Uno de ellos tiene solamente una pierna, pues al fundirlos había sido el último y no había habido suficiente plomo para terminarlo. Cerca del soldadito se encuentra una hermosa bailarina hecha de papel con una cinta azul anudada en el hombro y adornada con una lentejuela. Ella, como él, se detiene sobre una sola pierna, y el soldadito se enamora de ella. Pero a medianoche otro juguete, un duende en una caja de sorpresas, increpa furioso al soldadito prohibiéndole que mire a la bailarina.
El soldadito finge no oír sus amenazas, pero al día siguiente, acaso por obra del duende, cae por la ventana y va a parar a la calle. Allí, tras llover un buen rato, dos niños lo encuentran y lo montan en un barquito de papel, enviándolo calle abajo por la cuneta. La corriente arrastra al soldadito hasta una alcantarilla oscura, donde una rata lo persigue exigiéndole un peaje. Por fin, la alcantarilla termina y el barquito de papel se precipita por una catarata a un canal, donde el papel se deshace y el soldadito naufraga. Apenas comienza a hundirse, un pez lo engulle y de nuevo el soldadito queda sumido en la oscuridad. Sin embargo, poco después el pez es capturado y cuando el soldadito vuelve a ver la luz se encuentra de nuevo en la misma casa. Allí está también la bailarina: el soldadito y ella se miran sin decir palabra. De repente, uno de los niños agarra al soldadito y lo arroja sin motivo a la chimenea. Una corriente de aire arrastra también a la bailarina y juntos, en el fuego, se consumen. A la mañana siguiente, al remover las cenizas, la sirvienta encuentra un pequeño corazón de plomo y una lentejuela. La prueba del amor entre ambos